lunes, 2 de noviembre de 2020

No hay urgencia pequeña.

 

Mariela se sentía agobiada. El calor de Madrid en el mes de agosto puede ser insoportable. Además, llevar esa maldita mascarilla todo el día, el bolso lleno de mil trastos inútiles que le hacían pesar como si fuera relleno de plomo y la mano diestra sudorosa tratando de agarrar con fuerza, pero sin apretar, la dulce manita de su pequeño retoño, Marcelo, era aún si cabe más extenuante. Caminaba chancleteando con un ritmo casi constante que obligaba al pequeño a dar pequeñas carreritas para no perder el ritmo de su madre. Cuando esto sucedía en la acera del sol, el calor se hacía más insufrible y el aire parecía quemar las diminutas fosas nasales del zagal.

 A cada instante Mariela buscaba la mirada de su hijo tratando de comprobar si este pudiese todavía subir algo el ritmo de sus carreritas. Llegaban tarde. Quizá demasiado tarde. Comenzaron a subir la leve pendiente de la acera izquierda de la Gran Vía, por fin, con algo de sombra que produzco un suspiro de alivio en ambos. Ella volvía a mirar el reloj agobiada por la proximidad de la hora de la cita. Se inclinó levemente hacia su hijo y bajándose la mascarilla para poder comunicarse con él mejor, le invitó a aumentar la carrerita. Necesitaba alcanzar su destino, casi en la esquina con la calle Montera, en menos de cinco minutos. Los juzgados de lo Contencioso Administrativo, este año de modo excepcional por la pandemia y todo eso, estaban operativos en el mes tradicional de las vacaciones de los juzgados, pero los funcionarios que se habían quedado en este periodo, digamos que no estaban de un excelente humor.

El semáforo en rojo dio un alivio a su forzada respiración, a ambos. El pequeño se apoyó sobre sus rodillas, como lo hacen los jugadores de baloncesto. La madre sonrió viendo el enorme esfuerzo de su peque.

-          Ya solo nos quedan unos metros- le dijo buscando animar un poco al cansado canijo. – Y después te invito a comer una hamburguesa enfrente.

-          No mamá mejor una tortilla en ese bar que hay por allí detrás que tanto le gusta a papá, - dijo señalando en la dirección correcta sin dejar de sorprender a su progenitora por el excelente sentido de la orientación que demostraba.

Verde, a correr. Casi sin parar un instante llegaron a la puerta y sintieron rápidamente el alivio del fresco proporcionado por el aire acondicionado. En el control de acceso, Mariela dejó todas sus pertenencias en la bandeja y pasó el bolso por el detector de metales. La agente de seguridad, una mujer algo mayor que ella de largo cabello rizado negro y manos repletas de anillos miró al pequeño Marcelo y le dijo, casi a bocajarro.

-          ¿Qué tenemos aquí? ¿Es a ti a quien van a juzgar?

Él sonrió entendiendo que era una broma en la mirada de la agente de seguridad.

-          Marcelo corre, que llegamos por los pelos.

La agente de seguridad miró el enorme reloj que tenía detrás de ella y le preguntó a Mariela, - ¿A que juzgado vas? –

-          Al 25, voy a hacer un Apud Acta para que nos defiendan de un casero que no quiere arreglar la escalera del piso. Pero no llego.

La de seguridad hizo un gesto de calma y cogió el teléfono de la garita.

-          Marina, sube una chiquita para hacer un Apud Acta, espérala anda, que va a echar hasta la primera papilla de tanto correr. - Sonrió antes de colgar.  Te están esperando, pregunta por Marina y ella te ayudará. Y tú, caballerete, ¿subes con mamá o esperas aquí conmigo y me ayudas a que no entre ningún chorizo?

Marcelo miró a su madre con los ojos centelleando por la emoción.

Mariela comprendió inmediatamente que, si no dejaba quedarse allí a su hijo, este no se lo perdonaría nunca. - ¿Te quedas con ella?

Marcelo ya estaba asintiendo con todo el cuerpo antes que su madre formulara la pregunta.

 La de seguridad tranquilizó a la madre. No te preocupes, por aquí no va a pasar nadie para dentro ya, salvo la jueza de guardia y arriba vas a necesitar todos los sentidos. Yo me quedo con él.

Marcelo se puso a su lado, esperando las órdenes de su nueva jefa. Esta se quitó la gorra y se la puso al pequeño.

-          Yo sé que ahora no es buena idea esto, por lo del Covid y eso. Pero tú no tienes pinta de estar enfermo y yo sé que no lo estoy.

El pequeño sonrió, se caló la gorra como si lo hubiera hecho toda su vida y comenzó a hablar.

-          Yo quiero ser policía de mayor-

-          ¿A sí?

-          Sí, siempre me ha gustado.

-          Claro, desde pequeño, como a mí.

Marcelo la miraba sorprendido, compartía con aquella mujer algo que no hubiera imaginado.

-          ¿Tú tienes hijos?

Ella se quedó sorprendida por lo directo de la pregunta, sin filtro, sin miedo.

-          Sí, pero un poco mayores que tú. Y también tengo un casero tonto que se dedica a hacernos la puñeta par que nos marchemos de la casa. Pero también hacemos como tu mamá, le denunciamos para que nos respete.

Marcelo miró a lo profundo del vestíbulo, como si quisiera ver venir a su madre, pero con una serenidad impensable en un crío de su edad.

-          Tenemos muchas cosas que nos pasan a los dos, parece. – La respuesta del crío hizo brotar la carcajada en la agente de seguridad.

-Nene, eres un tío muy grande. No cambies nunca.

Su madre salía sonriente por el ascensor acompañada de la funcionaria que había estado esperando para terminar lo suyo. Buscó con rapidez la mirada del pequeño que se puso casi en posición de firmes al paso de su progenitora.

-          ¿Te quieres quedar de guardia conmigo? - preguntó la de seguridad.

Marcelo dudó un instante, pero se quitó la gorra y dijo mirando sus ojos, - mejor me voy a comer tortilla con mamá. -

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