No es fácil haber sido casi
invisible durante toda la vida y de pronto dejar de pasar desapercibido para la
humanidad. Nada fácil.
El otro día, armado de mi inagotable ánimo
para conseguirlo, me propuse llamar la atención de un enorme grupo de personas
vestidas de amarillo. El centro de Madrid estaba atestado de ciudadanos
oriundos de Colombia que protestaban animosamente en la Puerta del Sol ataviados
con las camisetas amarillas de su selección de futbol. Que conste que nunca he
comprendido muy bien esa manía de llevar una camiseta de futbol a una manifestación,
pero será por aquello de la pertenencia al grupo. Claro, que como a mi el grupo
ni me ve ni me intuye, pues para que ponerme algo del color maldito de la escena.
Pero a lo que iba, estaba yo convencido que en
una marea de camisetas amarillas y mascarillas del mismo color o de las azules
neutras estas que han abandonado los quirófanos para llenar todo nuestro
universo, un tipo grande y totalmente vestido de azul oscuro, con mascarilla azul
oscuro y gafas de sol caladas sobre el cubre bocas, no podría pasar desapercibido.
Nunca pensé que alrededor de tan magna
concentración de colombianos venidos al centro de Madrid desde todos los puntos
del país para protestar por la represión en su país, que digo yo que a lo mejor
era más efectiva la protesta frente a la delegación diplomática de su gobierno
que no frente al de la comunidad de Madrid, que al menos en este caso, no
tiene responsabilidad alguna ni posibilidad de tenerla, creo. Decía, pensé que llamaría
la atención por mi fuerte contraste con el colorido vestuario de los
manifestantes. Incluso durante unos minutos realmente pensé que había logrado
mi objetivo. Brutal error.
Me planté frente a aquel gigantesco grupo de
colores amarillos con los brazos cruzados sobre mi pecho en actitud un tanto
desafiante, he de reconocerlo. Realmente trataba de ocupar el mayor espacio posible
para ser visto. Algunos de los manifestantes miraban hacia dónde yo me
encontraba, retrocediendo con cara de intentar evitar el conflicto. Eso me hizo
pensar que, por fin, me había curado de mi celofanidad y ellos me podían ver,
incluso les producía cierto temor, con lo que no me sentía muy cómodo, pero pensaba
que ya lo solucionaría más tarde. Así pasé unos cuantos minutos, disfrutando de
ver como aquellos manifestantes se acercaban y alejaban de forma más o menos
cíclica a mi posición. Fue un instante gozoso, pero muy muy muy instante.
A los pocos minutos se me acercó por detrás
otro hombre también vestido de azul, más grande que yo, con gafas de sol
oscuras y una mascarilla azul oscuro con las iniciales CNP bordadas en su parte
inferior. Me tocó en el hombro y sin mucha más conversación me dijo:
-
Por favor, retírese de aquí. No puede quedarse
delante del cordón policial. No nos deja ver a los manifestantes y no creo que sea
un buen sitio si se monta follón.
Me volví hacia atrás y vi un enorme
despliegue de antidisturbios tras de mí. Al menos cuarenta agentes, vestidos
totalmente de azul, con sus mascarillas azules y sus pertrechos de combate
urbano preparados para intervenir si aquello se iba de madre. Volví a mirar
hacia los manifestantes y entonces lo comprendí de nuevo todo. No era a mí al
que veían, era el cordón policial tras de mí.
Solo alguien desesperado por
llamar la atención se viste de azul marino y se pone delante de un operativo
policial azul marino.
Solo un par de palabras vinieron
a mi cabeza, tonto y corre. Por si acaso.