jueves, 16 de julio de 2015

Capítulo VII: Madrugada en París



 Era realmente temprano, las seis y media de la mañana, vio en su reloj de pulsera Françoise. Le gustaba ese reloj. Había sido de su padre. Era un reloj sencillo, de oro. Todo lo que su padre había sacado tras treinta años de trabajar en la fábrica de Michelín. Pero a Françoise le traía recuerdos de sus años en Burdeos, cuando su vida era mucho más fácil, cuando solo era un niño. Siempre que miraba la hora en su reloj recordaba lo dura que fue la vida para su padre y como este se esforzó por dar estudios a sus seis hijos, con el único fin de que no pasaran toda su vida en la misma empresa.
La Bastille

 Era una madrugada muy fría y, además, la Plaza de la Bastille parecía el punto donde se crea el viento, pensó mientras apretaba el paso intentando cruzar el Boulevard Beaumarchais, sin fijarse apenas en los dos coches que cruzaban ese punto a esas horas. La oficina de su empresa estaba ya cerca, a no más de doscientos metros, pero el frío empezaba a traspasar su abrigo. En el fondo no comprendía que era lo que no podía esperar hasta las nueve de la mañana, pero así era su trabajo, y su jefe. Apretó aun más el paso hasta encontrar el abrigo del portal de la Rue de la Roquette en el que se encontraba su oficina.
Entró en sus oficinas de la primera planta, desconectó la alarma, miró el termostato de la calefacción como si este no funcionara bien. Seguía sintiendo frío y finalmente, se puso la cafetera para intentar entrar en calor. Arrancó su ordenador mientras se quitaba por fin el abrigo y esperando que el firewall arrancase y se actualizara el correo. Se acercó a la cafetera para servirse el negro líquido con algo de leche y un croissant del día anterior. Escuchó la alarma de su ordenador que le anunciaba nuevos correos. Con lentitud se fue dando pequeños sorbitos a su café hacia la mesa y se sentó frente al teclado, sin prestar mucha atención. En el monitor, como fondo de escritorio, el escudo de su empresa, una especie de escudo heráldico con corona ducal, campo azul y una horrible “R C” entrelazadas en el medio, de un dorado histriónico e hiriente a la vista a esas horas de la mañana. Eran las iniciales del sátrapa de su jefe, un empresario especulador español, valenciano, decía él, cuyo nombre era Ricardo Carpintero.
 Cada vez que Françoise veía aquella horterada de escudo se preguntaba que hacía él trabajando para aquel elemento, y su única respuesta era que lo hacía por dinero.
Abrió el Outlook y comprobó los remitentes de tres correos, el primero era del sátrapa, le pedía explicaciones sobre unas liquidaciones de gastos. Ya contestaría a esas tonterías. El segundo y el tercero estaban enviados desde una BlackBerry y eran del mismo remitente, la identidad asociada era Pater Familias. Era el nombre en clave de un colaborador que tenían infiltrado en una empresa del grupo que tenía su sede en Sevilla, por aquello de que la copropietaria, que todos estaban seguros que había estado liada con su jefe en algún momento, vivía allí.
 Pero como el jefe no se fiaba ni de su propia familia, al hijo que tenían en común nunca lo había reconocido. Nadie con dos dedos de frente tenía duda de la autoría de la paternidad. Tenía un sicario de los que custodiaban los intereses de su socia a sueldo para que le informara de lo que pudiera suceder de interés.
El primero era escueto, -van a trasladar los documentos a Portugal, cuando sepa la fecha os lo digo-. Esto resultaba bastante interesante. Ricardo, el jefe, quería hacerse con los originales desde hacía años, pero no lo conseguía. Madelaine, su socia, no cejaba en el celo de proteger como fuera los documentos del alcance del que había sido su amante hacía muchos años, cuando Ricardo todavía era un ricachón con cierto encanto.
El segundo era aún más escueto, si cabe.- mañana a las diez de la mañana comienza el espectáculo-.
Françoise tragó el café que tenía en la boca y tomó el teléfono con urgencia para llamar a su jefe. Esto no le iba a gustar. Con los años se había vuelto perezoso y no le agradaba que le despertaran antes de las once de la mañana.
-Bonjour-, dijo Françoise a modo de saludo para responder al gruñido de su interlocutor.
-Françoise ?Gritó Ricardo al otro lado de la línea,- ¿Se puede saber que quieres a estas horas?- contestó cabreado el jefe con cierto ataque de prepotencia en la voz, como diciendo, “si no me gusta lo que me dices te despido”.
-Acabo de recibir un mensaje de nuestro amigo sevillano que me dice que hoy van a sacar los documentos con destino a Portugal-.
-Joder, que sorpresa-. Parecía como si la noticia hubiera tranquilizado al animal que gritaba al otro lado de la línea telefónica.-Dile que nos tenga informados, en Portugal será más sencillo hacerse con ellos- le dijo y a continuación, colgó el teléfono.
Este elemento, siempre tan bien educado. Remitió las órdenes a su hombre en Sevilla y llamó por teléfono a uno de sus compañeros de trabajo.
-Remí, prepara todo para salir de viaje, creo que nos vamos a Portugal en no más de dos días, tenemos trabajo-.
-¿Cuantos vamos?- Preguntó su compañero.
-No creo que más de cuatro, Mauricio, Antonio, tú y yo-.
-¿Material?- Volvió a preguntar Remí.
-Lo normal, si necesitamos algo lo compramos allí. Nada de armas largas, no quiero atravesar España armado hasta los dientes y que nos confundan con activistas vascos-.
-Ça va-. Respondió Remi esperando la confirmación del siguiente paso.
-Te llamo en unas horas y te confirmo la operativa, hasta luego-. Colgó sin esperar respuesta. Cerró el chiringuito, conectó la alarma y salió disparado hacia su casa. No era la primera vez que le había tocado salir a la carrera con lo puesto, y esta vez quería evitarlo con cierta preparación, tocó su bolsillo para comprobar que había cogido la BlackBerry y a paso rápido volvió por el camino que había venido hacía su ático de la Rue D´Ormesson, no demasiado lejos de su oficina.
La ciudad se había activado, el frío seguía siendo intenso, pero el bullicio del tráfico parecía amortiguarlo. Subió el cuello de su abrigo y metió las manos en los bolsillos.
Al doblar la esquina de la Rue Tureme, vio a dos hombres altos, de al menos metro ochenta, con ropa más de montaña que de ciudad y pensó, estos se van a esquiar, los hay con suerte. Mientras yo, a Portugal, que divertido. En esto estaba pensando cuando pasó por al lado de uno de ellos y sintió un fuerte golpe en la cabeza, antes de desplomarse.
Cuando abrió los ojos estaba en el interior de una furgoneta, maniatado, con un dolor de cabeza brutal y con un tío enorme enfrente que le apuntaba con un arma mientras que jugueteaba con la BlackBerry que le acababan de quitar. Los cristales eran opacos, pero podía intuir que se estaban alejando del centro de París. Intentó preguntar a su vigilante algo, pero le costaba pronunciar ninguna palabra.
-No te esfuerces, no voy a darte ninguna información-. Le dijo su guardián hablándole en francés con un fortísimo acento inglés.
-Descansa, te va a hacer falta y tenemos un rato de viaje-.
Françoise se recostó intentando no apoyar el lado de la cabeza que tenía como inflamado por el golpe. Estaba cansado, pero no creía que pudiera dormir.