Su cabeza volvía a tener ese
terrible zumbido haciendo parpadear su mente como si fuera un semáforo antiguo,
de aquellos que servían para regular el tráfico rodado. No era capaz de abrir
los ojos con la contundencia necesaria para sentirse realmente despierto.
Poco a poco el incesante sonido iba haciendo
su trabajo, consiguiendo que su cerebro se alejara del cómodo letargo en el que
se encontraba sumido para entrar con suavidad en la realidad más cruda.
En unos segundos consiguió identificar las exiguas
dimensiones de la cápsula en la que dormía. Con esa misma cadencia lenta reconoció
sus pocos efectos personales apilados a los pies del pequeño camastro en el que
estaba. Se bajó de la cama casi rodando al suelo para ponerse en pie con la
dificultad del cansancio acumulado en sus doloridos músculos. Al mirarse en el
espejo diminuto del lavabo vio su envejecido rostro y pasó su mano por la nuca
hasta llegar a la mitad de su propia cabeza, sintiendo el cabello rapado
golpear sus dedos al paso. Su pulso se aceleró al sentir el conector que se
alojaba entre el occipital y el parietal, en el centro de su cráneo. De repente
toda su vida volvió a cargarse en su memoria de ejecución y pudo recuperar sus
recuerdos, sus sensaciones.
El sonido empezaba a resultar desagradable y
recordó que solo tenía que pensar en apagarlo y así lo hizo.
Volvió a mirar el pequeño espejo
y le aparecieron los mensajes del día, la hora a la que entrar a trabajar, que
necesitaba hacer y un para de mensajes de amigos invitándole a quedar para tomar
unas cervezas mientras veían un partido.
Recordó que podía escuchar la
música que quisiera con solo pensarlo y decidió darse el capricho de escuchar
algo tan retro como “The trooper”, una canción de Iron Maiden, aquel grupo de
Rock duro que tanto había entusiasmado a su bisabuelo a principios del siglo
pasado.
Metió en el hidratador una bandeja
de desayuno y mientras esperaba los escasos veinte segundos a que sonara la
alarma que anunciaba la finalización del proceso, se asomó por el pequeño
ventanuco circular de la puerta de acceso viendo el caos de gente saliendo de
las innumerables cápsulas de descanso. Muchos de ellos y ellas eran compañeros
suyos en la explotación de Diboruro de Magnesio.
Mientras comía aquel conjunto
proteico con sabor a tortitas, o eso ponía en el envase, empezó a sentir como
su memoria terminaba de recargar todos los protocolos de trabajo.
Miguel era un obrero
especializado, básicamente, en jugarse la vida volando las betas del preciado
superconductor desde el interior de un androide que gobernaba directamente con
su cerebro conectado a través del enchufe que había tocado hacía unos minutos
en la parte posterior de su cabeza.
Pero lo que Miguel no era capaz de recordar
con claridad era como había llegado hasta este punto de su vida. Intentó que su
memoria implantada recuperara esos datos, pero como de costumbre, tentativa
nula. Cuando pensaba las preguntas sobre sus pasados trabajos, la respuesta
siempre era un mensaje de error.
Sí recordaba que en alguna ocasión un
compañero que ya no estaba le había comentado que esos recuerdos no eran buenos
para la empresa y se borraban de forma sistemática. Ese mismo compañero le contó
que, si cogía una buena cogorza de alcohol solo, sin ningún otro psicotrópico
asociado, durante varios días, podías conseguir reventar las barreras del cortafuegos
implantado en su cerebro para evitar el acceso a esos recuerdos.
Miguel sonrió de medio lado. Ese
era el motivo de sus permanentes perdidas de ubicación, de esa sensación de no
tener ni puñetera idea de dónde se despertaba, de esa pérdida de conciencia que
le abocaba cada mañana a tener que volver a recargarse todo, como si nunca lo
hubiera vivido, como si no fuera capaz de saber ni en que planeta se encontraba.
Apuró el último trago de cafeína pura
para despertarse y recogió su mochila del suelo poniéndosela sobre el hombro
derecho tan solo. Abrió el grifo del agua fría y se mojo la cara justo antes de
volver a la rutina, justo antes de salir al ruido salvaje que le llevaría a
trabajar de nuevo toda la jornada para terminar, como casi siempre, bebido por
la noche.
Al abrir la puerta de la cápsula
el sonido ensordecedor de la vida se coló por sus oídos. Su ultimo pensamiento
antes de meterse en la cinta que le llevaría hasta su puesto de trabajo fue que
no había cambiado tanto la minería desde hacía varios siglos. Se había
sofisticado, pero seguía siendo el trabajo que nadie en su sano juicio quería
hacer.
Cerró los ojos y se dejo llevar. Ahora no
podía pensar, o puede que, simplemente, no quisiera. Tan solo quería recordar, pero
a estas horas, eso no era posible.