martes, 14 de julio de 2015

Capitulo VI: Que bueno sería poder recordar



Se había quedado dormido. Joder, estaba en un puticlub y se había quedado dormido.  Benito estaba solo en un dormitorio rojo, con poca luz, no sabía ni la hora ni nada. Se incorporó con la poca rapidez que su orondo cuerpo le permitía y cogió la cartera del bolsillo de su chaqueta, que estaba tirada en el suelo. Se temía que aquella puta le hubiera quitado el dinero que llevaba, pero no, su dinero estaba allí. No todo el que había sacado de la pensión, pero si una cantidad razonable para lo que creía haber gastado.
 Se fue a mear al retrete, mientras intentaba recordar que había sucedido esa noche. La próxima vez que se fuera a putas tenía que beber menos, se acordaba solo de trozos. Recordaba una rubia eslava, de enormes tetas y que le sacaba al menos dos cabezas, pero no recordaba muy bien que había hecho o no. Era la leche, para una vez que hacía esto en mucho tiempo, estaba tan borracho, que apenas se acordaba.

 Tenía un familiar y pertinaz dolor de cabeza y la boca seca como una mojama. Necesitaba agua, un baño y un pallet de aspirinas. Cuando salió del baño, le estaba esperando la rubia eslava, que estaba más buena de lo que recordaba, pero mucho más, y un armario negro de dos metros de alto y otro tanto de ancho de espalda que le dijo con una suave voz caribeña 
-señor, ya es hora de irse, el club ha cerrado ya hace rato. Por favor, acompáñeme-. Mientras le daba el resto de su ropa, insinuándole que terminara de vestirse de camino a la puerta. Echó un último vistazo a la rubia que apretó el albornoz con el que estaba cubierta como intentando tapar su cuerpo desnudo aún más de la mirada obscena de Benito. Cogió la ropa que le ofrecía el maromo y salió delante de él.
 Al ponerse el reloj, comprobó que eran las siete de la mañana, lo cual quería decir que en breve podría desayunar en algún sitio próximo, aunque hasta que no saliera a la calle, realmente no tenía ni puta idea de donde estaba.
-Nos hemos permitido llamarle un taxi para que le devuelva a la ciudad-, le dijo con esa voz melosa y amariconada que tenían los cubanos. Otro bujarrón que se ha escapado de Fidel, pensó para si Benito y sonrió en agradecimiento al detalle del taxi. Seguro que se había dejado un pastón para que le trataran así. Tendría que volver otro día con menos cerveza encima a ver si le seguían haciendo la pelota y se enteraba de lo que hacía con la rubia.
Al subir al taxi le dijo que le dejara junto a la catedral de Sevilla. El taxista sonrió y arrancó con eficiencia. Había dicho la catedral de Sevilla porque, sinceramente, no tenía ni puta idea de donde estaba.
A los pocos minutos llegaban al puente del Alamillo y se sintió mejor al reconocer los lugares por los que pasaba. Todavía era de noche, pero la ciudad empezaba a tener vida, la gente trabaja, es lo que tiene, pensó. Bueno, tenía que prepararse. En dos horas, vendría a recogerlo un coche para llevarle a ver al guaperas y cerrar el negocio definitivamente.
Empezó a pensar en cómo coño, aquel tío se habría enterado que él conocía la información que le estaba vendiendo. Se había puesto en contacto con él, como si ya tuviera toda la información y solo necesitara corroborarla. Eso sí, él había estado hábil negociando con el mafiosillo este para sacar algo de pasta de más. Seguro que el capullo había pensado que le saldría más barato.
 Estaban llegando a su destino. Son veinte con treinta y cinco, señor, dijo el taxista. Le dio veinticinco euros y dijo, -quédese con las vueltas-. El taxista sonrió por primera vez en el trayecto con cierta complacencia, no era mala forma de empezar el día.
Al bajar del coche Benito sintió el frío de la mañana en el rostro, le vendría bien para despejarse.
Seguía sin comprender muy bien de donde había sacado la información el Giovanni este, pero ya daba igual. Por otro lado, tampoco le debía nada al banco, ya no trabajaba allí. Y la señora, a la que tanto había deseado en silencio durante tanto tiempo, ya era mayor, y su hijo un gilipollas, por lo que no tenía remordimiento alguno. Tampoco creía que se los fueran a cargar. 
 Aunque estaría bien que al "niño", que ya de niño tenía poco, le dieran cuatro o cinco hostias bien pegadas. Desde el día que le sorprendió mirando las piernas de su madre, el "niño" le había mirado con cierto asco y con bastante desdén. Durante algunos años faltó a sus visitas a la cámara de seguridad durante el curso, por lo que Benito imaginó que estaría estudiando fuera. Estos pijos ricos son así, se van a estudiar fuera de España, como si lo que tenemos aquí no fuera bueno. Pero esas ausencias le habían permitido ver más cosas interesantes. A parte de alegrarse la vista con la madre, al estar esta solo había podido ver en repetidas ocasiones los documentos de refilón al extraerlos o guardarlos, y había podido comprobar los sellos.
 Eran pergaminos, eso lo tenía claro. Aunque no fuera universitario, sabía reconocer un pergamino. En sus años jóvenes fue bastante "capillita" y había visto algunos en el museo de la Catedral. El escudo papal no le costó reconocerlo, era bastante obvio, pero el de los tíos a caballo, no tenía claro de que iba. Unos años más tarde, cuando se pusieron de moda los temas de los templarios, vio ese mismo escudo en un libro, en la portada para ser exactos. Entonces lo relacionó.
 Recordaba haberlo comentado con su familia y que ha una de sus hijas, que se estaba leyendo todo lo que caía en sus manos sobre el tema le interesó bastante. Su hija Rocío había estudiado Filología Francesa, y daba clases en algún colegio privado al norte de Sevilla, aunque no sabía cual. Desde que se había divorciado, sus hijas no le hacían mucho caso, aunque Rocío le hacía más caso que Ana María.
 Rocío al menos le había llamado al móvil alguna vez, para ver como estaba y si necesitaba algo, pero no la veía, no al menos para hablar con ella. Alguna vez había ido hasta su antigua casa para verla salir, pero eso le había costado un enorme esfuerzo físico y pasar un mal rato por no poder abrazar a su hija.
 Tenía una orden de alejamiento de su exmujer por haberle tirado una botella de cerveza vacía un día que volvió mamado cuando empezaban las hostilidades del divorcio. Pero quería a sus hijas. Rocío si se preocupaba algo por él. La otra era como la zorra de su madre, solo quería dinero, y eso ya se lo habían robado las muy brujas. En el fondo le preocupaba que a Rocío le fueran bien las cosas. La cría ya tenía veintiocho años, y a él le seguía pareciendo una niña preciosa, aunque asumía que ya era toda una mujer, y sabía que había tenido algunos novios, pero no tenía constancia que fuera a casarse o que tuviera una relación formal con nadie.
 Pero era eso, su hija Rocío si había mostrado interés por los papeles templarios de los que hablaba su padre algunas veces. Eso había acercado un poco a Benito a una hija que sentía, por aquel entonces más distante. Sentía que se hacía mayor y que perdía el contenido para seguir  hablando con ella. 
Por ello, cada vez que la señora venía sola, cuando venía con el capullo del niño no se atrevía a hacerlo, intentaba ver algo más. Algo más que contarle a su niña, y de paso, ver algunos ángulos de la señora realmente atractivos.
 Su mujer por esos años ya no estaba ni la mitad de buena que la señora, en realidad, el pensaba que nunca lo había estado. Pero esto era una alegría a más que se llevaba su vista. Lo importante era para él que tenía tema de conversación con su hija cada vez que podía verlos.
 Su hija le desplegaba unos conocimientos sobre el tema espectaculares. Incluso se permitía hacer elucubraciones sobre que podían contener esos documentos. De hecho, alguna vez cuando sabía que podía ser el día en el que más o menos la señora iba a mirar sus papeles, se perdía clases para intentar coincidir con ella en la salida del banco.
 Hasta que lo consiguió una vez y ya no volvió a hacerlo. Vio el coche blindado de la señora en la puerta y el dispositivo de seguridad que la acompañaba, cogió miedo. Alguien que lleva tanta seguridad no puede ser buena gente, le comentó a su padre a los pocos días de esto. Benito reprendió el acto de Rocío, había puesto en peligro la confidencialidad de su trabajo, y seguramente su propia vida. Nunca más volvería a hablar de esto con ella.
 Ahora sin embargo, era él quien vendía esta información, la vida se tornaba cada vez más irónica. Pero Benito sentía que tenía que ser práctico, necesitaba dinero y esta era una buena vía para ello.
Acababa de llegar a uno de sus bares favoritos. Entró y pidió un café, una aspirina, una tostada con aceite y tomate y una jarra de agua.

Debía mantenerse sereno hasta después de la cita, se jugaba mucha pasta.