No
conoces el estrés hasta que llega un virus y te asedia.
Nueve horas en punto y Jose
Miguel terminaba
de echarse la colonia en el baño repartiendo con mimo el olor por su torso a
medio vestir. Este era un ritual habitual en él. Lo hacía todas las mañanas.
Pero hoy era diferente. Hoy tenía la necesidad de sentirse limpio, de sentirse
profundamente limpio.
Salió del baño colocándose el jersey azul
oscuro y subiendo la cremallera con mimo. Cogió el reloj, el teléfono, la
cartera y la mascarilla. Esta última se había convertido en un objeto del que
era difícil desprenderse en este estado excepcional en el que se encontraba.
Jugueteando con las llaves en su
mano izquierda se puso el abrigo sobre el jersey arrebujando el cuello de ambos
sobre el suyo propio para sentirse protegido, aunque sabía que ambas prendas de
poco le iban a proteger. Carraspeó un par de veces antes de dar un último trago
de agua y acercarse, respirando profundo, para abrir la puerta de la calle.
Cada vez que hacía esto pensaba en cómo se sentirá un actor unos segundos antes
de entrar en escena. Cerró la puerta tras de sí y casi de forma instintiva
colocó la mascarilla sobre la boca y la nariz acomodando las gafas levemente
sobre ellas. La mascarilla también tenía el olor penetrante de su colonia.
Siempre se la echaba la noche anterior para que el perfume permaneciera perenne
en el pequeño trozo de papel.
Su corazón empezaba a latir con
insistencia inusitada, como cada vez que salía a la calle. Parecía que a cada
escalón que bajaba los latidos crecían exponencialmente. También sabía que se
paraba ese crecimiento en cuanto salía a la calle.
Al abrir la puerta del portal
sintió el golpe seco del aire frío de la mañana, como una bofetada de realidad.
Caminó los primeros pasos alejándose del refugio seguro de su hogar y en poco
más de cincuenta metros se encontró con el primer obstáculo. ¡Otra persona con
mascarilla en la misma acera diminuta por la que él intentaba caminar sin
coincidir con nadie! Dudó un instante antes de asumir que era mejor bajarse él
mismo de la acera en lugar de forzar aguantando sobre la misma a que el otro lo
hiciera.
Sorteando transeúntes enmascarillados
consiguió llegar a la puerta del supermercado franqueándola con no poco alivio.
Al fondo, en la caja siete, vio los ojos verdes y brillantes de ella. Al pasar
por su lado camino de la entrada pudo ver la sonrisa en su mirada sobre la boca
tapada por una mascarilla similar a la que él mismo llevaba puesta.
-
Hola Josemi, - sonó su voz dulce y familiar,
como un bálsamo que reduce el dolor insoportable, al menos, durante un
instante.
Entró casi sin mirar nada más que
aquellos ojos verdes casi transparente y con el pulso acelerado cogió lo
indispensable, el pan, algo de fiambre, alguna manzana y un par de yogures. Se
puso en la cola que se formaba tras la caja en la que ella estaba.
Cuando la fortuna le sonrió y
consiguió estar frente a ella descubrió que le habían interpuesto una horrible
pantalla de metacrilato frente a las narices que, no solo no permitiría que
ella oliese el penetrante perfume que el llevaba, es que también le privaba de
cualquier posibilidad de sentir aquel aroma a pan caliente recién hecho que
ella solía desprender. Esto sumado a no poder ver más que los ojos de la mujer
que tenía delante le hicieron encolerizar. No era justo. Lo único que le hacía
quitarse la mascarilla desde que dos años atrás empezó a ponérsela por miedo a
coger una enfermedad era devolver la sonrisa que aquella joven le enviaba cada
vez que se encontraba frente a ella. Pero esta situación anormal que nos
envolvía a todos borraba la más mínima posibilidad de observar esa cara que era
su única alegría en un día habitual. No era en absoluto justo.
Cuando ya se sentía totalmente
resignado a no poder observarla ni tan siquiera un instante, Marta le miró de
medio lado, casi con la picardía de quien sabe que va a romper las normas.
Terminó de pasar la compra y cuando Josemi se disponía a pagar, ella bajó su
mascarilla un momento mirándole fijamente a los ojos. El gesto de la cajera
estaba camuflado de agobio puntual de llevarla puesta tanto tiempo, pero él
sabía que su objetivo era otro. Lo que perseguía era darle la alegría al día de
Jose María, devolverle las ganas de vivir.
Josemi se bajó también la suya,
como llevaba haciendo dos años, dos años de gestos sin más, dos años en los que
nadie más que ellos dos comprendían lo importante del gesto. Dos años de perder
el miedo por un instante, de salir del agobio que su propio cerebro le imponía,
de salir de su obsesión tan solo unos instantes para devolverle la sonrisa.
No hicieron falta palabras, ambos
conocían el motivo de ese instante y lo importante que era.
Marta volvió a ponerse la
mascarilla y sin ocultar la coquetería en los ojos, mientras le daba el recibo
de su compra sin ni tan siquiera rozarle con los guantes que el protocolo
imponía le dijo.
-
A ver si se pasa esto del virus rápido y podemos
volver a vernos las caras.
Jose María
sonrió bajo la mascarilla y parpadeó como intentando soñar que ese momento
llegara pronto.
Ahora su corazón latía con más
ganas y menos miedo. Eso era lo que Marta conseguía cada día. Y eso era lo que,
a él, que ya se privaba de la libertad por sus propios miedos durante todo el
tiempo, le estaba robando el puñetero virus.
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