lunes, 14 de septiembre de 2015

Capítulo XXIV: La puerta del cielo al sur de Francia



Ángel estaba entusiasmado mirando la puerta de la catedral de Baiona, se sentía como un colegial. Era como estar buscando los huevos de pascua, sabías que estaban por algún lado puestos, pero te costaba encontrarlos.
 Entrar en Notre Damme de Bayona era casi una experiencia mística. Mientras se acercaban a las dos torres por una de las estrechas calles de su perímetro, Ángel le contaba a Miriam la historia de tan magna obra gótica.
-Es una de las pocas catedrales de estilo gótico del sur de Francia. Parece que pudo ser la reina de Navarra y Francia, Juana I, que fue la última representante de la casa de Champagne la que impulsara el proyecto de una catedral gótico florida, de clara inspiración en las iglesias del norte de Francia. La obra comenzó, se supone, allá por mediados del siglo XIII, pero finalizó en el siglo XVI-. Ángel miraba de vez en cuando la cara atenta de su chica, como buscando la absoluta comprensión de la explicación, pero temiendo aburrir con su exceso de datos a Miriam. El ver que le seguía prestando atención, le llenaba de una satisfacción bastante inexplicable.
Prosiguió con su explicación, -donde vamos a ver el claustro gótico, existió previamente un claustro románico. Como sabes, era una práctica relativamente frecuente que en estos espacios pudiera haber enterramientos previos, pero eso solo es una especulación, nadie lo ha comprobado. Pero si los hay posteriores, sirvió como cementerio hasta la revolución francesa.-Las diversas claves de bóveda de la catedral, están decoradas con escudos de armas de las familias relevantes en la historia de la ciudad y del territorio, como las de Eduardo III de Inglaterra o las armas de los Plantagenet. Pero también existe alguna con un barco custodiado por los evangelistas-.
-¿Sabías qué para los arquitectos góticos estos edificios eran como antenas para hablar con Dios?- Preguntó a Miriam por comprobar el grado de atención que esta prestaba.
-Creo que te lo he oído decir, al menos un millar de veces. También que supuso un cambio de concepción respecto a la forma de comunicarse con Dios-.
-Correcto, correcto-, contestó sin ningún resquemor en su tono de voz, ambos sabían que volvería a dar las explicaciones sobre ese cambio.
-Supuso un cambio desde el momento en que se pasa de una concepción de la deidad románica, negra, lúgubre, un Dios castigador que se ofende por todo, a una iconografía más humana, sin perder de vista el castigo al pecador. Para la construcción gótica y para los templarios, la presencia materna de la Virgen es más importante, más luminosa, más bella-.
-Es como la llegada de los efectos especiales al cine-, contestó Miriam.
-Si señora, que gusto me da ver lo que has aprendido a mi lado-, contestó mirando de reojo a su mujer, algo lleno de vanidad y bastante temeroso de las risas con las que Miriam podía castigarle.
Entraron en la catedral paseando, mirándolo todo, ambos con las manos en la espalda, paseando como cualquier turista, con cierto aire despistado. Lo cierto es que Ángel sabía perfectamente lo que estaba buscando, pero intentaba que Miriam no descubriera su incertidumbre sobre lo que buscaba y, de paso, observar si alguien les seguía, si les marcaban, como decía Giovanni cuando quería que su gente siguiera a alguien.
 Poco a poco fueron disfrutando de toda la nave de la catedral hasta llegar a la puerta del claustro, aquel que fuera cementerio durante tantos años. Sabía lo que tenía que buscar, pero no sabía si sería capaz de hacerlo. Miriam siguió caminando por el perímetro del claustro, mirando absorta la belleza de los arcos, de los capiteles de las columnas.
Mientras tanto, Ángel buscaba con tremenda ansiedad la tumba en cuestión, o algo que pudiera orientarle. Estaba buscando rastro de un caballero hospitalario del siglo XIV, un joven caballero francés que tenía el apellido Molay, como el último gran maestre de la obra. La búsqueda podía resultar enormemente compleja ya que apenas quedaban restos, y muchos de ellos no estaban ubicados en su sitio original, estaban en el museo, o en las paredes a modo de museo. En este momento lamentaba la manía de sus compañeros arqueólogos de intentar salvar cualquier cacho de piedra, aunque fuera trasladándola de su sitio original. De vez en cuando miraba para ver a Miriam pulular por el claustro.
Decidió llamarla para contarle algo y que intentara ayudarle. En ese preciso instante Miriam no estaba en el último sitio que la había visto, durante unos segundos escrutó con la vista todo el perímetro del claustro. Aumentaba una cierta angustia al no ver a su pareja, cruzó el claustro hacia el último punto donde la había visto, acelerando el paso y su corazón al mismo ritmo. Al llegar al otro extremo del claustro, buscó con la vista hasta encontrarla sentada en el suelo y con las cabeza entre las piernas. Ángel suspiró con alivio por verla, aunque no tenía buen color.
-Que te pasa cariño-, preguntó mientras se acercaba a ella.
-Me he mareado-.
-Me acabas de dar un susto del carajo, no te he visto y me he pasmado-.
Miriam sonrió quitando hierro a su leve mareo. -Creo que tenemos que hablar-. Ángel pensó que ella sabía algo del riesgo que conllevaba su visita, pero el tema a tocar por Miriam nada tenía que ver con la investigación.
-Creo que debería habértelo dicho hace unos días, pero como estás todo el día enganchado a tu trabajo...-
Ángel empezaba a preocuparse, solo podía imaginar algo malo, y eso le ponía muy nervioso.
-Cariño, estoy embarazada, de algo más de cinco semanas-.
Ángel dejo escapar un suspiro de alivio, no era nada malo, gracias a Dios. Sorprendió a Miriam mirándole con anhelo por saber que pasaba por su cabeza.
Sonrió a su mujer, con lágrimas en los ojos, a punto de escaparse, tenía más de cuarenta años y siempre le habían gustado los críos.
-Espero que sea una niña tan guapa y maravillosa como su madre-.
-Y yo espero que sea tan lista como su padre. Ayúdame a levantarme cariño-.
-Bueno, te puedes sentar en una de las piedras de aquí, mientras yo termino de mirar si encuentro la señal que busco, te encuentras mejor-, le dijo él besándole la mejilla.
-Si, ya me ha pasado-, contestó Miriam sacando una chocolatina del bolsito que llevaba cruzado en forma de bandolera.
-Estoy justo aquí, quédate donde te vea y si me necesitas, me silvas, como a un perrito fiel-. Volvió a besarla con un cariño muy especial, no quería separarse de ella ni un segundo, menos en este momento, pero sabía que tenía que seguir su búsqueda unos minutos más.
Cuando Ángel se alejaba cruzando el claustro iba más pendiente de mirar hacia Miriam que de lo que estaba buscando, por un momento pensó en llevarla al hotel y volver él con más tranquilidad, pero de pronto se sorprendió pensando que su trabajo ya no importaba nada, solo quería estar con su mujer.
Joder, voy a ser padre. No tenía un espejo a mano, pero sabía que estaba sonriendo con una cara bastante estúpida. Miraba los restos del suelo sin mucha concentración. En las paredes también había colgados restos de sepulcros, pero en el fondo sabía que no se estaba enterando de nada de lo que sus ojos veían.
De pronto como si saltara a sus ojos, encontró algo que resultaba familiar, una diminuta cruz patada en la base de un escudo de armas más complejo. A pesar de estar pensando en las Batuecas, le había saltado a la vista. Miró para comprobar que Miriam seguía en el sitio que la había dejado y en buen estado, sacó la cámara digital que llevaba en el bolsillo y disparó no menos de veinte fotos de las diferentes representaciones que tenía el escudo. Era demasiado complejo para descifrarlo sin documentación al respecto, pero tenía claro que aquel no era un escudo más, tenía muchas particiones. Cuando terminó su reportaje del escudo, comprobó que los tres siguientes escudos tenían conexiones con el primero mediante partes comunes, mismos iconos con leves diferencias en la representación.  Volvió a mirar a Miriam, que le observaba en la distancia, y esta comprendió que él quería tenerla más cerca, por lo que emprendió un cansino viaje a través del claustro.  Ángel continuaba su reportaje como lanzado a una orgía fotográfica. En cierto modo pensaba como podía haber estado tan ciego en anteriores visitas a esta catedral, el no recordaba nunca haber visto estos escudos y su memoria era bastante buena para estas cosas, pero en este momento se sentía como cuando consiguió traducir el primer texto medieval del latín correctamente y comprendió que ya nunca volvería a tener problemas con esa lengua.
Al llegar Miriam a su altura le encontró exultante, radiante. En ese momento era el rey del mundo, eso sentía él y eso transmitía.
Le explicó brevemente lo que acababa de encontrar y miraron sin mayor éxito el resto, por si se dejaban algo.
Al salir de la iglesia, con el teléfono en la mano, le susurró al oído a su mujer. -Se de cierto profesor de universidad que se va a morir de envidia el día que le pueda contar esto, lo templario y lo paternal-.
Miriam sonrió cómplice y le agarró la mano con cariño.

-Voy a llamar a mi jefe para contarle lo que hemos visto, comentó-. De repente le asaltaron dudas. Había visitado aquella iglesia tantas veces que le resultaba extraño no recordar esos escudos. Se dirigió con Miriam de la mano hasta la recepción por la que accedía al claustro. En ella, un sacerdote mayor, de unos setenta años, departía tranquilamente con un anciano aún mayor que él, en aparente buena forma. Ninguno de los dos parecía necesitar ayuda para andar, por lo que le sorprendió un tanto ver sendos bastones de rica empuñadura de plata labrada. Ambos bastones eran iguales, una flor de lis invertida.
A Ángel le llamo tanto la atención que no pudo evitar pensar que aquello no era casual. Se acerco dejándose ver, para no sorprender a los ancianos. Sonriendo al mayor de ambos se dirigió al sacerdote en exquisito francés.
-Buenos días Pater, ¿Podría hacerle una pregunta?-
El sacerdote miró hacia ellos con esa cara amable que algunos de sus compañeros de trabajo pone cuando le preguntan por algo en lo que creen poder dar una lección magistral. -Por supuesto hijo-.
Ángel asintió complacido mientras por su izquierda veía a Miriam acercarse lentamente. Por un instante sintió el miedo de no ser capaz de darles protección a ella a su futuro hijo, era una sensación fugaz, efímera, pero que provocaba una ansiedad importante.- He visto unos escudos nuevos en la pared del claustro, al menos nuevos para mí. ¿Saben ustedes cuando y donde se encontraron? Es que soy licenciado en historia y me ha llamado poderosamente la atención la precisión de su heráldica-.
La cara de sus interlocutores permanecía con las mismas sonrisas entre cómodas y fingidas que antes de hacer la pregunta. En ese momento llegó Miriam, momento que Ángel aprovecho para hacer publico por primera vez el embarazo de su esposa abrazándola sobre los hombros y sintiéndose por un instante de nuevo en casa.
El otro anciano, que parecía un atleta joven con el pelo y la barba teñidos de blanco inmaculado, respondió sorprendiendo un poco a Ángel.
-Se descubrieron hace unos años, cuatro o cinco, pero no se han expuesto hasta hace dos meses-. El sacerdote alargó la mano con un pequeño librito en cuya portada aparecía la foto de uno de los escudos de los que hablaban. -En este libro tiene toda la información de los estudios que se han realizado-.
Miriam, que no estaba entendiendo nada de la conversación, los idiomas nunca fueron su fuerte, preguntó con una tenue voz, -¿Qué ocurre Ángel? Tengo hambre, ¿podemos ir a comer algo?-
-Si cariño, contestó él en español, estos amables caballeros me estaban facilitando una información sobre los escudos que hemos visto en el claustro. Merci beaucoup, monsieurs-, dijo dirigiéndose a los dos extraños señores que tenía delante, gesto que estos devolvieron con la misma sonrisa que habían tenido todo el tiempo. Ángel sentía que esa sonrisa era tan falsa como la que los Salesianos ponían en su colegio cuando él era pequeño y le decían que no se preocupara por las matemáticas que suspendía una vez tras otra para, después, decirles a sus padres que su hijo tenía algún trastorno que no le permitía comprender la ciencia de la matemática.
 Que falsos hijos de la gran puta, pensó un segundo, comprendiendo que tenía que eliminar los tacos, al menos los más grandes, de su vocabulario antes de que naciera su hijo. Cada vez que pensaba en ello le entraban unas ganas terribles de abrazar a Miriam y una cierta congoja por si sabría hacerlo bien. Se dio cuenta en un segundo que su trabajo acababa de pasar, definitivamente a un segundo plano de su vida.

Según veían alejarse a los dos españoles el sacerdote miró, ya sin sonrisa y con cierto temor en los ojos, a su compañero de armas. -Los vas a hacer seguir, ¿verdad?- De sobra conocía la respuesta.
-Si-, contestó el otro mientras sacaba un moderno teléfono del bolsillo, pero no creo que sean ellos.