Alfonso miraba por encima de sus pequeñas lentes de cerca.
Parecía que prestaba atención al
ejemplar de La Razón que sostenía en las
manos, pero nada más lejos de la realidad. Desde que ella había entrado en la
cafetería, solo tenía ojos para observarla de aquel modo tan peculiar. Se
escondía tras el diario como sintiendo que era un parapeto que le convertía en
invisible.
Ella no había
reparado en él, faltaría más. Una mujer como aquella jamás se fijaría motu
propio en un hombre como Alfonso. Los años empezaban a dejar huella en la cara
de él. Su cabello hacía ya unos años que se batía en retirada dejando a la
vista una prominente frente de piel clara que resaltaba sus ojos azules, pero
solo en las distancias cortas. Era un tipo elegante, o al menos eso sentía. Su
cuerpo trabajado en horas de gimnasio no representaba su edad real que ya había
superado el medio siglo hacía algún tiempo. Pero Alfonso sentía que su cara sí
le hacía más mayor de lo que realmente era.
Volvió a disimular
con el diario apoyándolo en la mesa para pasar la página y mientras tanto
volver a mirar la discreta elegancia de ella. Siempre impecable, siempre
desprendiendo aquella fragancia entre dulce y floral que inundaba toda la sala
a su paso. Sabía que sus amigas la llamaban Marietta, pero no conocía si ese
era su nombre real. Ella debía tener al menos diez años menos que él. Alfonso
volvió a repasar con sus ojos la esbelta figura de Marietta como tratando de
almacenar en su memoria cada centímetro de su cuerpo, intentando que el olvido
nunca fuera una opción.
Como cada día, ella
pidió el desayuno y cortó su croissant con mimo y esmero para que nada quedara
al azar mientras leía con poco afán un periódico que parecía tomado al vuelo,
como si poco importara lo que en él se expresara.
Alfonso volvió la
mirada al suyo buscando las fuerzas para atreverse a decirle algo. Algo
inteligente, sugerente, cautivador. Algo que hiciera a Marietta fijarse en él,
aunque solo fuera un instante, y que le permitiera romper el hielo, quebrar la
barrera que parecía separarles kilómetros.
En ese preciso
instante, ella sacó del bolso el móvil y él pudo ver en el gesto que algo no
iba bien. Observó cómo primero rebuscaba en el interior de su bolso y después,
azorada, trataba de hacerse ver por el camarero. Cuando este finalmente se
acercó a ella, Alfonso pudo escuchar como Marietta le explicaba al poco
receptivo camarero que se había quedado sin batería y con una mirada casi
infantil trataba de conseguir un cargador con poco éxito.
Los ojos de Alfonso brillaron casi como el acero cuando
metió la mano en el interior de su chaqueta y acarició el cargador externo que
allí llevaba. Nunca había comprendido muy bien su utilidad, pero ahora se
convertía en su pasaporte a la excitación más sublime.
Se levantó con suavidad
de la mesa y se aproximó a ella. Con una voz que ganaba cuerpo en el transcurso
de la frase le dijo:
-
No he podido evitar escucharla y por ello me
permito ofrecerle esta pequeña ayuda, por si fuera de su interés.
Marietta sonrió con toda la cara, como si realmente le
hubiera salvado la vida.
-
No sabe usted el enorme favor que me hace-, dijo
ella alargando la mano para tomar la tabla de salvación que él le ofrecía.
– - Pero,
por favor, siéntese. Lo menos que puedo hacer es invitarle a un café, -
continuó ella.
Alfonso sonrió agradecido. – Acepto gustoso- contesto, -
pero ni mi edad ni mi forma de ser me permiten que sea usted quien pague. Ya me
siento correspondido con el hecho de poder compartir unos minutos de charla. –
Marietta volvió a sonreír, pero esta vez Alfonso pudo ver
casi una muestra de rubor en el rostro de ella.
Estaba claro que las
barreras estaban rotas. Solo contaba ya la pericia que él mismo tuviera para
convertir una casualidad en una oportunidad de hacer historia.
Se sintió bien, más joven. También sintió la amabilidad en
la mirada de ella.
Hoy prometía ser un día, al menos, memorable.