jueves, 2 de julio de 2015

Capitulo I La Giralda nos vigila

                                                  

Benito había estado bebiendo unas cervezas. Quedaban más de tres horas para las 5 de la tarde. Esa era la hora.
 Había quedado con ese hombre en la puerta de la Maestranza, para ser más exactos, en la puerta del museo taurino.
 A pesar de ser Enero, ese mediodía Sevilla se empeñaba en dar calor. Al menos él sentía calor, y eso que hoy se había duchado y afeitado a media mañana. 
Había salido de la pensión con la sensación de limpieza que sentía los domingos cuando era pequeño. Pero, a pesar de haber salido impecable, empezaba a sudar, él creía que era por el calor que hacía esa mañana en Sevilla, pero la cerveza empezaba a hacer efecto y se encontraba en ese plácido estado letárgico que le separaba de la realidad, de su mierda de realidad.
 A sus 56 años, había  trabajado toda la vida en el banco. Hasta que se empeñaron los “muy hijo putas” en prejubilarlo, y la zorra de su exmujer, en expoliarle  piso y  pensión.
ir de la pensión, cercana a la catedral...
 Joder pensaba, ella todavía podía trabajar, por que coño le tenía que pasar  él una pensión a esa. Sus hijas pasaban de él, sin contemplaciones. Seguramente, sus continuas borracheras, habrían contribuido a ello. Pero él no recordaba haberse portado mal con ellas, con ninguna de las dos.
 -Sebas, ponte otra Cruzcampo-, le espetó al camarero que le miraba desde el final de la barra, como si intentara ignorarle, para que se fuera antes de beberse la producción de la Cruzcampo de ese año.
Benito debía pesar cerca de 140 Kg en no más de un metro y medio. Pero cuando uno se bebe al menos dos dígitos de litros de cerveza al día, con sus tapitas correspondientes, y su único ejercicio es ir de la pensión cercana a la catedral, hasta los bares de siempre que distan 100 pasos, para luego volver  varias horas más tarde, al borde del coma etílico, se cogen kilos sin sentir.
 Eso sí, tenía una buena razón. Su vida desde que el banco le “pre jubiló” se había convertido en una pesadilla. No le llegaba la pasta más que para esa vida de mierda. Al menos eso pensaba él.
 Por eso se veía en la necesidad de contarle lo que sabía a aquel tipo guaperas con el que había quedado dentro de unas horas en la maestranza, pensó mientras se pasaba la mano, ya algo torpe por el alcohol, por la solapa de su traje marrón claro. Le quedaba algo apretadito, pero todavía le hacía parecer un señor, o al menos sentirse como tal. Si, el guaperas le podía pagar una pasta si la información era buena, y él sabía que lo era.
-Sebas coño, la cerveza!!-, dijo con un tono algo más desagradable que la última vez que lo había pedido.
-¡Tormento!- Le contestó Sebastián con aire guasón. 
-Hoy te has puesto de primera comunión. Pareces el hermano rico del muñeco de Michelín-, le dijo el camarero mientras le colocaba el vaso de cerveza chorreante aún. 
-¿Qué quiere el señorito, olivas, cazón, boquerones, acedías, o…?
-Pon lo que te salga de los cojones, pero pon una” miajita” más de lo normal, que parece que el bar fuera tuyo, joder.
-Por supuesto señor, seremos generosos con la tapa, que no se diga que no cuidamos a nuestro cliente más fiel-, contestó irónico el camarero mientras se separaba del lugar donde se había apostado Benito, en el extremo de la barra.
Pasó el trapo de forma lacónica por la barra, como si no hubiera tenido otra tarea en toda su vida. Puso un plato con cuatro trozos de cazón en adobo algo más grasiento de lo normal y volvió a su extremo de la barra, esperando que algún guiri despistado entrase en el bar para tener entretenimiento.
Benito pinchó con el mismo palillo que tenia en la mano uno de los trozos de pescado que le acababan de poner, bebió un trago de su caña y se paso la servilleta por el bigote, desarreglado y mal cortado, intentando con ello borrar toda evidencia de lo que acababa de ingerir. Su aire seguía siendo distraído, taciturno. Se debatía entre lo que sabía que tenía que hacer, contarle al niño bonito lo que sabía a cambio de una indecente cantidad de dinero y, por otro lado, seguir guardando el secreto que con tanto celo profesional había guardado durante años, los doce últimos años de trabajo en el banco, cuando le asignaron el acompañamiento a los clientes que tenían una caja de seguridad.
Durante todo ese tiempo, debió ver a la señora y a su hijo al menos treinta veces. Era como si ambos necesitaran tocar el contenido de aquella caja para comprobar que seguía allí, que nada cambiaba en su interior.
En ese momento entraron en el bar dos rubias con pinta de "yanquis", carita de Pegui despistadas y pidieron dos cañas. Miraron de soslayo hacia la esquina de la barra, donde encontraron los ojos algo vidriosos de Benito, que las miraba sin más interés que el que los machos de una especie tienen por ver a las hembras de su misma especie,  solo con mirada de interés sexual. Aunque ciertamente, Benito estaba centrado en sus divagaciones sobre como ordenar la información que pensaba brindarle al "nene" esa tarde. 
Joder, el que siempre había sido un guardián silencioso, estaba a punto de romper con lo único que aún respetaba, el silencio profesional.
-Sebas, mi vaso esta vacío-, ponme otra cervecita, por favor.
Parecía que la presencia de las dos rubias veinteañeras había devuelto cierto tono educado a Benito.
Seguía pensando en el como y el cuando. En como vio por primera vez aquellos documentos y cuando sucedió esto. El como fue totalmente fortuito, en realidad se había colocado frente a la señora con el interés por verle cruzar las piernas. La señora seguía teniendo a sus, por lo menos cincuenta años, unas largas piernas que lucía morenas y con faldas quizá algo cortas para su edad. Era toda una señora Sevillana, al menos en apariencia, ya que su apellido y su acento delataban que había nacido, sin duda alguna, al norte de los Pirineos. 
En cierta ocasión anterior había tenido la impresión de ver una delicadas braguitas negras de encaje al cruzar las piernas la señora, por lo que creía, que el acto reflejo de cruzar las piernas con el mirando con cara de embobado, podía repetirse y volver a disfrutar de aquella vista que recordaba como algo celestial. En eso estaba pensando mientras miraba, no sin cierto descaro las piernas de la señora, cuando sus ojos se cruzaron con los del niño. Era ya un chaval de unos 22 años, con los mismos ojos de su madre, y por lo visto, con la misma “mala folla” del padre. Se vestía como un Lord Ingles, con el pelo engominado que casi parecía artificial, chaqueta azul y pañuelo anudado al cuello. Pero en ese momento a Benito le pareció que el niño estaba a punto de soltarle dos leches por haberle intentado mirar la entrepierna a su madre. Decidió carraspear, retirar los ojos de las puertas del cielo de la madre y, mirando al suelo como si solo estuviera esperando el final del cuadro, retornar la caja a su lugar en la pared.
 Mientras hacía esto, fue rodeando la mesa sin un rumbo fijo, con el único pensamiento de que el niño no dijera nada de lo visto, ya que si lo decía, vería su trabajo en peligro. En esto estaba, cuando, por instinto animal, levanto los ojos del suelo para ver si el puto niño seguía mirándole y encontró, por sorpresa, los papeles que la señora estaba guardando en la caja. Le sorprendió que parecieran muy viejos, de pergamino, medio enrollados. Pero lo que más le sorprendió fue una marca, en el exterior, como realizada a fuego. En ella se veían dos tíos subidos en un caballo con un círculo alrededor, como un sello antiguo y desconocido, al menos en aquel momento, para él. Aunque, sinceramente, lo más sorprendente fue la reacción de los dos clientes, que hicieron barrera con sus cuerpos, como si acabasen de cumplir la orden de interponer sus vidas entre los documentos de su caja y el gordo cabrón que estaba intentando verlos.
A las dos rubitas de las narices, que él suponía hablaban en ingles, los idiomas nunca fueron su fuerte, se les unió un maromo negro, de cerca de dos metros de alto y con unas espaldas como el recinto del ferial. El negro había pedido una Coca-Cola Light, y Sebas, al servírsela, había sonreído de un modo un tanto socarrón mirando hacia Benito, que le devolvió el gesto. Entre los dos el gesto significaba algo así como, “si, mucho macho negro, seguro que se las zumba, pero el muy maricón pide una Coca- Cola Light”. Como no se enteraba de la conversación entre los tres guiris, que parecían divertirse mucho con algo que contaba una de las chicas, volvió a rememorar lo sucedido aquel primer día que vio los papeles.
De eso hacía al menos doce años, pero recordaba perfectamente como, tras cerrar la caja, la señora poso sus dulces ojos azules sobre los de él, mirándole desde arriba. Por supuesto, la señora debía medir fácil 20 centímetros más que él, y con cierta dulzura cómplice, le había pedido, por favor y con ese acento francés que le ponía tan cachondo, que guardara la caja en su sitio. El niño, no estaba muy feliz de lo que había observado, pero tampoco parecía que fuera a chivarse a mamá de que el gordo le miraba la entrepierna cuando esta se descuidaba. No, los pijos de la calaña de estos, no comentaban esas cosas y al fin y al cabo, el niño era un tío, y él también lo habría hecho alguna vez, a no ser que fuera un gay de cuidado.
  En ese momento Benito aún no sabía que esa visión del pergamino marcaría gran parte de su vida, y aun menos imaginaba que podría reportarle beneficios económicos en otro momento de esta. 
Ese momento que ya estaba más próximo, eran las cuatro y él tenía que empezar a andar hacia la maestranza si no quería llegar tarde, y desde luego, eso no lo quería ni de broma. Dejó un billete de 20 euros sobre la barra, diciendo 
-“Sebas, cóbrame”- mientras miraba de soslayo el culo a una de las guiris. 
Benito ya había perdido la esperanza de volver a tener una hembra así entre las manos. Pero, quien sabe, a lo mejor con la pasta que le iban a soltar por contar dos cositas, era posible, solo posible, que se pudiera arrimar a alguna golfa de esa eslavas que ahora pueblan los garitos de lucecitas de las carreteras. Sonrió de forma un tanto mordida, como un lobo relamiéndose al pensar lo que le podía deparar la noche, casi con toda seguridad.
Tomó las vueltas y salio, con cierta torpeza y no demasiado equilibrio caminando hacia la Giralda. El aire fresco de la tarde le haría bien para despejarse un poco y para eliminar esa sensación de sudor sucio que empezaba a acompañarle.
Estaba seguro que esa tarde le iba a tocar, de una puta vez, ganar en algo.






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