El verano tiene mucho de ocioso. Sobre todo, cuando tomas
consciencia de que puedes escuchar sin ser sentido.
Estaba yo de vacaciones
de esas que se hacen cuando eres joven, con amigos, en una playa llena de más
jóvenes de todas las nacionalidades europeas conocidas. Una de esas playas en
las que, si has tenido la osadía de ir en coche, lo has de dejar aparcado el
primer día y no volver a moverlo a no ser que pretendas pasar los días de
asueto buscando un lugar donde aparcar.
La noche anterior
había sido larga, como todas las noches en tan alcoholizado entorno. Volver con
el sol apuntando a tu nuca como si te estuviera empujando a encerrarte en el
hotel o el apartamento a dormir hasta bien entrada la tarde.
Yo había tenido la mala suerte de compartir la habitación
con un compañero de correrías que, dado el estado semi comatoso en el que terminaba
cada larga noche de discoteca a pleno rendimiento, roncaba como si fuera una horda
de orcos escapados a la carrera del mismísimo centro de Mordor en busca de
medianos a los que devorar. Dada la situación, tratar de dormir en aquel lugar
pasadas las cinco primeras horas se convertía en una tortura que ya le hubiera
gustado inventar al mismismo Torquemada.
Ante la imposibilidad
física de seguir en el dormitorio y tras tomar un café con Ibuprofeno mojando
en él algo que mantenía un curioso parecido con una magdalena, opté por salir
sin hacer mucho ruido del apartamento en que tan insigne grupo de ocho descerebrados
pletóricos de hormonas maceradas en diversos alcoholes nocturnos intentaba descansar.
El sol de la costa a
las tres de la tarde era como un cuchillo entrando en la mantequilla de mis
ojos atormentados por el exceso de luz y resacosos, sin duda alguna, por los
excesos de la noche anterior acumulados a varias del mismo porte.
Encontré un lugar en una terraza medio a la sombra donde
intentar comer algo. Por supuesto, tuve que hablar en ingles con la camarera,
que apenas chapurreaba alguna palabra en el idioma de Cervantes. Algo habitual
en estos lugares ya que la mayor parte de los clientes eran hijos de la Pérfida
Albión. Con los años que yo tenía en aquel momento, incluso resultaba
gratificante ver que te entendían al hablar la lengua originaria de las Islas
Británicas. Más alentador resultaba comprobar que entendías las conversaciones
ajenas que entre ellos mantenían todos los anglosajones que me rodeaban, como
si la isla fuera yo.
Ensimismado en mi bocadillo de pan de molde con un huevo frito
medio tostado, escuchaba esas conversaciones hasta que, un tanto sobresaltado,
empecé a entender como si hubiera nacido en el mismísimo London la conversación
de dos venerables ancianas en la mesa de al lado. De esas que parecen haber estado
todo el día en una parrilla vuelta y vuelta por el color rojizo y el olor a
quemado que desprenden.
En perfecto inglés
del de Inglaterra, se quejaban amargamente de lo incómodo que resultaba estar
rodeadas de españoles ruidosos y gritones. De lo soez que les resultaba nuestro
idioma y de, como podía suceder tamaña afrenta, el olor a ajo que les perseguía
desde que habían llegado hacía unos días a nuestro país, a nuestras playas.
En ese momento, imbuido por el espíritu de Felipe II, decidí
que mi celofanidad había de servir a los nobles principios de la historia de mi
país.
Como bien sabéis los que habéis leído alguna de las
historias que he compartido con vosotros, en momentos de mi vida me había sentido
de celofán, transparente para los demás e invisible para una gran mayoría de
las personas que me rodeaban. Traté de comprobar que mi don se mantenía intacto
llamando en repetidas ocasiones a varios de los camareros y camareras allí
presentes con el escaso éxito habitual en mí. Evidentemente, esta era una
misión para el hombre de celofán.
Sin mucho aspaviento,
cogí de mi mesa un salero de esos que crees que se pueden ir andando solos por
la cantidad de mierda que tienen acumulada y que, en su interior, albergan
algún objeto extraño, según dicen, para evitar la humedad. Probé que salía una
cantidad generosa del grano blanco fruto de la desecación controlada del agua
del mar, es decir la sal, y con el mimo que suelo tener en estas cosas me
levanté, sin pagar mi consumición y observando como a los camareros no les
parecía nada mal que así lo hiciera. O simplemente no me veían.
Me acerqué por detrás a las dos venerables ancianas
anglosajonas que tomaban en enormes tazas una infusión de esas que tanto
enamoran por su país de origen y, con un cuidad extremo esperé que ambas tuvieran
la vista perdida en un punto indeterminado para volcarles medio salero a cada
una de ellas en la taza.
Una vez perpetrado el golpe, abandoné el lugar con el salero
en la mano para posicionarme en un banco del paseo a pocos metros desde el que
poder disfrutar de los efectos de mi tropelía.
Pasaron unos minutos en los que temía más porque los
camareros no hispano parlantes pudieran notar mi “simpa” que por cualquier otra
cosa. Pero dicen que la venganza se sirve fría y, por lo experimentado, los ingleses
también dejan enfriar su aguachirri.
Una de ellas tomo un sorbo y se convirtió en un aspersor que
manchó tanto sus requemadas piernas con el liquido salino que acababa de
intentar ingerir como el mantel, a su amiga, a los dos británicos bebedores
compulsivos de cerveza que estaban en la mesa de al lado y algún transeúnte con
pésima suerte.
La otra, imitando el gesto de su amiga y compañera de
comentarios desagradables sobre el país al que habían decidido venir motu
proprio de vacaciones, repitió el ejercicio mojando a la joven camarera que no
hablaba mi idioma y que venía a atender a la primera. A continuación, las dos venerables
ancianas británicas montaron el gran circo, increpando a los camareros a voz en
grito cual verduleras de mercadillo medieval.
No pude contener la risa. Mi cabeza retumbaba por la resaca
mezclada con mis carcajadas. Más de diez minutos de protestas y gritos con el
horror dibujado en la cara de los camareros que trataban de calmar sin éxito
alguno a aquellas dos hidras en las que se habían convertido las hijas de la
Gran Bretaña.
Una vez pude dominar mi risa, me acerqué a la terraza y le
dije a la camarera que me había ido por descuido sin abonar mi cuenta y dejé
una generosa propina de treinta céntimos en la mesa.
Al separarme de tan dantesco espectáculo y mirando fijamente
a los ojos de una de las señoras a las que tanto disgusta que España tenga
españoles en sus costas, le dijo en perfecto inglés de Oxford por lo menos, Welcome
to Spain.