martes, 14 de agosto de 2018

El celofán en un ataque de patriotismo.


El verano tiene mucho de ocioso. Sobre todo, cuando tomas consciencia de que puedes escuchar sin ser sentido.
 Estaba yo de vacaciones de esas que se hacen cuando eres joven, con amigos, en una playa llena de más jóvenes de todas las nacionalidades europeas conocidas. Una de esas playas en las que, si has tenido la osadía de ir en coche, lo has de dejar aparcado el primer día y no volver a moverlo a no ser que pretendas pasar los días de asueto buscando un lugar donde aparcar.

 La noche anterior había sido larga, como todas las noches en tan alcoholizado entorno. Volver con el sol apuntando a tu nuca como si te estuviera empujando a encerrarte en el hotel o el apartamento a dormir hasta bien entrada la tarde.
Yo había tenido la mala suerte de compartir la habitación con un compañero de correrías que, dado el estado semi comatoso en el que terminaba cada larga noche de discoteca a pleno rendimiento, roncaba como si fuera una horda de orcos escapados a la carrera del mismísimo centro de Mordor en busca de medianos a los que devorar. Dada la situación, tratar de dormir en aquel lugar pasadas las cinco primeras horas se convertía en una tortura que ya le hubiera gustado inventar al mismismo Torquemada.
 Ante la imposibilidad física de seguir en el dormitorio y tras tomar un café con Ibuprofeno mojando en él algo que mantenía un curioso parecido con una magdalena, opté por salir sin hacer mucho ruido del apartamento en que tan insigne grupo de ocho descerebrados pletóricos de hormonas maceradas en diversos alcoholes nocturnos intentaba descansar.
 El sol de la costa a las tres de la tarde era como un cuchillo entrando en la mantequilla de mis ojos atormentados por el exceso de luz y resacosos, sin duda alguna, por los excesos de la noche anterior acumulados a varias del mismo porte.
Encontré un lugar en una terraza medio a la sombra donde intentar comer algo. Por supuesto, tuve que hablar en ingles con la camarera, que apenas chapurreaba alguna palabra en el idioma de Cervantes. Algo habitual en estos lugares ya que la mayor parte de los clientes eran hijos de la Pérfida Albión. Con los años que yo tenía en aquel momento, incluso resultaba gratificante ver que te entendían al hablar la lengua originaria de las Islas Británicas. Más alentador resultaba comprobar que entendías las conversaciones ajenas que entre ellos mantenían todos los anglosajones que me rodeaban, como si la isla fuera yo.
Ensimismado en mi bocadillo de pan de molde con un huevo frito medio tostado, escuchaba esas conversaciones hasta que, un tanto sobresaltado, empecé a entender como si hubiera nacido en el mismísimo London la conversación de dos venerables ancianas en la mesa de al lado. De esas que parecen haber estado todo el día en una parrilla vuelta y vuelta por el color rojizo y el olor a quemado que desprenden.
 En perfecto inglés del de Inglaterra, se quejaban amargamente de lo incómodo que resultaba estar rodeadas de españoles ruidosos y gritones. De lo soez que les resultaba nuestro idioma y de, como podía suceder tamaña afrenta, el olor a ajo que les perseguía desde que habían llegado hacía unos días a nuestro país, a nuestras playas.
En ese momento, imbuido por el espíritu de Felipe II, decidí que mi celofanidad había de servir a los nobles principios de la historia de mi país.
Como bien sabéis los que habéis leído alguna de las historias que he compartido con vosotros, en momentos de mi vida me había sentido de celofán, transparente para los demás e invisible para una gran mayoría de las personas que me rodeaban. Traté de comprobar que mi don se mantenía intacto llamando en repetidas ocasiones a varios de los camareros y camareras allí presentes con el escaso éxito habitual en mí. Evidentemente, esta era una misión para el hombre de celofán.
 Sin mucho aspaviento, cogí de mi mesa un salero de esos que crees que se pueden ir andando solos por la cantidad de mierda que tienen acumulada y que, en su interior, albergan algún objeto extraño, según dicen, para evitar la humedad. Probé que salía una cantidad generosa del grano blanco fruto de la desecación controlada del agua del mar, es decir la sal, y con el mimo que suelo tener en estas cosas me levanté, sin pagar mi consumición y observando como a los camareros no les parecía nada mal que así lo hiciera. O simplemente no me veían.
Me acerqué por detrás a las dos venerables ancianas anglosajonas que tomaban en enormes tazas una infusión de esas que tanto enamoran por su país de origen y, con un cuidad extremo esperé que ambas tuvieran la vista perdida en un punto indeterminado para volcarles medio salero a cada una de ellas en la taza.
Una vez perpetrado el golpe, abandoné el lugar con el salero en la mano para posicionarme en un banco del paseo a pocos metros desde el que poder disfrutar de los efectos de mi tropelía.
Pasaron unos minutos en los que temía más porque los camareros no hispano parlantes pudieran notar mi “simpa” que por cualquier otra cosa. Pero dicen que la venganza se sirve fría y, por lo experimentado, los ingleses también dejan enfriar su aguachirri.
Una de ellas tomo un sorbo y se convirtió en un aspersor que manchó tanto sus requemadas piernas con el liquido salino que acababa de intentar ingerir como el mantel, a su amiga, a los dos británicos bebedores compulsivos de cerveza que estaban en la mesa de al lado y algún transeúnte con pésima suerte.
La otra, imitando el gesto de su amiga y compañera de comentarios desagradables sobre el país al que habían decidido venir motu proprio de vacaciones, repitió el ejercicio mojando a la joven camarera que no hablaba mi idioma y que venía a atender a la primera. A continuación, las dos venerables ancianas británicas montaron el gran circo, increpando a los camareros a voz en grito cual verduleras de mercadillo medieval.
No pude contener la risa. Mi cabeza retumbaba por la resaca mezclada con mis carcajadas. Más de diez minutos de protestas y gritos con el horror dibujado en la cara de los camareros que trataban de calmar sin éxito alguno a aquellas dos hidras en las que se habían convertido las hijas de la Gran Bretaña.
Una vez pude dominar mi risa, me acerqué a la terraza y le dije a la camarera que me había ido por descuido sin abonar mi cuenta y dejé una generosa propina de treinta céntimos en la mesa.
Al separarme de tan dantesco espectáculo y mirando fijamente a los ojos de una de las señoras a las que tanto disgusta que España tenga españoles en sus costas, le dijo en perfecto inglés de Oxford por lo menos, Welcome to Spain.