lunes, 26 de noviembre de 2018

OBSESIÓN Y PUNTO.


Javier caminaba acelerado por la acera haciendo quiebros una y otra vez para no tropezar con la gente. Algunos de ellos le miraban un tanto asustados al verle llegar y pasar a su lado raudo como una gacela escapando a saltos entre los leones. La música que llevaba puesta en sus cascos inalámbricos iba al mismo ritmo que su paso acelerado, haciendo retumbar en sus tímpanos cada golpe de timbal, cada nota potente del bajo como si la banda de músicos estuviera dentro de su cabeza, justo entre sus dos orejas, tocando, golpeando con fuerza.

 Sentía acelerar el pulso en sus sienes y en algunos momentos ya no era capaz de distinguir el sonido de la batería del grupo que tocaba dentro de su cabeza de la aceleración del pulso que retumbaba en sus oídos. Lo que sí tenía claro era que, entre uno y otro sonido, apenas había espacio para colarse nada de ruido de la calle, apenas alguna palabra más alta de lo debido o quizá un exabrupto lanzado por algún viandante sorprendido por su
ligereza al esquivar.

Javier empezaba a notar la frente y el cuello húmedos por el sudor que comenzaba a recorrer con suavidad su piel, fruto del esfuerzo realizado. Por un momento creyó haber perdido la concentración en su ingente tarea de escapar de aquella calle abarrotada de gente con la mirada perdida en escaparates que le bombardeaban los sentidos.

Concentración. Eso era lo que necesitaba, concentración. No podía perderla, ni tan siquiera distraerse un instante o jamás saldría con vida de aquella calle. Si se paraba, sentía que los caminantes perdidos por los escaparates le pasarían por encima. Si tropezaba con ellos terminaría en el suelo y el final sería el mismo, pisoteado por turbas ingentes de aborregados compradores compulsivos que ni tan siquiera repararían en que pisoteaban a un ser humano.

Su respiración se aceleraba a cada paso. Miró compulsivamente su pulsómetro de muñeca observando que marcaba más de ciento cincuenta pulsaciones. Su corazón podía reventar a ese ritmo en un rato. Pero no podía parar, ahora no. Solo estaba a tres calles del final de su recorrido. Ni tan siquiera los semáforos cerrados podían obligarlo a parar. Se adentraba entre los coches atascados cambiando los peatones lentos y torpes por vehículos cuyos conductores se observaban estupefactos como si un loco hubiera cruzado ante ellos.

 Dos calles más, solo dos. Subió el volumen de la música y apretó los dientes. Volvió a mirar sus pulsaciones. Casi ciento sesenta. Sentía el corazón latiendo casi en la campanilla, ahogando su respiración.

El último tramo iba a ser el peor. El semáforo de la plaza de Colón era un nudo en la garganta de Madrid siempre. Fueras hacia dónde fueras, siempre estaría cerrado y colapsado de coches y personas esperando cruzar para poder seguir viendo escaparates.
Javier siempre se preguntaba ¿Por qué la gente mira los escaparates? ¿Por qué se paran? Si quieres comprar algo, entra y mira. Si no lo vas a comprar, ¿para qué leches te paras a mirarlo?

Última calle, giro brusco a la izquierda esquivando a una señora con abrigo de piel y laca suficiente en la cabeza como para poder levantar sobre ella un edificio que, al cruzarse con la mirada sudorosa de Javier había echado mano a su bolso negro en gesto instintivo de protección.  Estúpida, pensó él sin frenar tras haberla superado pivotando sobre su pierna izquierda como si fuera un regate de fútbol.

Llegó al portal y casi sin mirar al portero comenzó a subir corriendo los tres pisos hasta su casa. Abrió la puerta y solo cuando estaba la puerta cerrada tras de su espalda, se arrancó con violencia los cascos de sus oídos. Sintió casi alivio de detener el sonido. Su corazón empezaba a recuperar la normalidad y su respiración, todavía jadeante, se resistía a terminar con el esfuerzo.

Se apoyó en la pared y se dejó caer al suelo. Ahora podía pensar. Ahora sí.
De pronto las palabras de su psiquiatra tomaron el relevo de la música que hasta unos instantes antes había gobernado su ritmo.

-Javier, tu manía de correr por Madrid como si fuera una jungla es una obsesión. Y punto.

Sonrió torciendo casi en una mueca dolorida la boca hacia arriba por la comisura del labio izquierdo.

Obsesión, menudo diagnóstico. Obsesión es lo que tenían todos los que había esquivado por el camino. Obsesión por comprar, por aglomerarse, por gastar.
Lo suyo era supervivencia pura.

Ahora que había sobrevivido a otra sesión de carrera por el centro en diciembre, tocaba una ducha que le devolviera a la realidad.