Javier
caminaba acelerado por la acera haciendo quiebros una y otra vez para no
tropezar con la gente. Algunos de ellos le miraban un tanto asustados al verle
llegar y pasar a su lado raudo como una gacela escapando a saltos entre los
leones. La música que llevaba puesta en sus cascos inalámbricos iba al mismo
ritmo que su paso acelerado, haciendo retumbar en sus tímpanos cada golpe de
timbal, cada nota potente del bajo como si la banda de músicos estuviera dentro
de su cabeza, justo entre sus dos orejas, tocando, golpeando con fuerza.
ligereza al esquivar.
Javier
empezaba a notar la frente y el cuello húmedos por el sudor que comenzaba a
recorrer con suavidad su piel, fruto del esfuerzo realizado. Por un momento
creyó haber perdido la concentración en su ingente tarea de escapar de aquella
calle abarrotada de gente con la mirada perdida en escaparates que le bombardeaban
los sentidos.
Concentración.
Eso era lo que necesitaba, concentración. No podía perderla, ni tan siquiera
distraerse un instante o jamás saldría con vida de aquella calle. Si se paraba,
sentía que los caminantes perdidos por los escaparates le pasarían por encima.
Si tropezaba con ellos terminaría en el suelo y el final sería el mismo,
pisoteado por turbas ingentes de aborregados compradores compulsivos que ni tan
siquiera repararían en que pisoteaban a un ser humano.
Su respiración
se aceleraba a cada paso. Miró compulsivamente su pulsómetro de muñeca
observando que marcaba más de ciento cincuenta pulsaciones. Su corazón podía
reventar a ese ritmo en un rato. Pero no podía parar, ahora no. Solo estaba a
tres calles del final de su recorrido. Ni tan siquiera los semáforos cerrados podían
obligarlo a parar. Se adentraba entre los coches atascados cambiando los
peatones lentos y torpes por vehículos cuyos conductores se observaban estupefactos
como si un loco hubiera cruzado ante ellos.
Dos calles más, solo dos. Subió el volumen
de la música y apretó los dientes. Volvió a mirar sus pulsaciones. Casi ciento
sesenta. Sentía el corazón latiendo casi en la campanilla, ahogando su
respiración.
El último
tramo iba a ser el peor. El semáforo de la plaza de Colón era un nudo en la garganta
de Madrid siempre. Fueras hacia dónde fueras, siempre estaría cerrado y
colapsado de coches y personas esperando cruzar para poder seguir viendo
escaparates.
Javier siempre
se preguntaba ¿Por qué la gente mira los escaparates? ¿Por qué se paran? Si quieres
comprar algo, entra y mira. Si no lo vas a comprar, ¿para qué leches te paras a
mirarlo?
Última calle,
giro brusco a la izquierda esquivando a una señora con abrigo de piel y laca suficiente
en la cabeza como para poder levantar sobre ella un edificio que, al cruzarse
con la mirada sudorosa de Javier había echado mano a su bolso negro en gesto
instintivo de protección. Estúpida,
pensó él sin frenar tras haberla superado pivotando sobre su pierna izquierda
como si fuera un regate de fútbol.
Llegó al portal
y casi sin mirar al portero comenzó a subir corriendo los tres pisos hasta su
casa. Abrió la puerta y solo cuando estaba la puerta cerrada tras de su
espalda, se arrancó con violencia los cascos de sus oídos. Sintió casi alivio de
detener el sonido. Su corazón empezaba a recuperar la normalidad y su
respiración, todavía jadeante, se resistía a terminar con el esfuerzo.
Se apoyó en la pared y se dejó caer al suelo.
Ahora podía pensar. Ahora sí.
De pronto las
palabras de su psiquiatra tomaron el relevo de la música que hasta unos
instantes antes había gobernado su ritmo.
-Javier, tu
manía de correr por Madrid como si fuera una jungla es una obsesión. Y punto.
Sonrió
torciendo casi en una mueca dolorida la boca hacia arriba por la comisura del
labio izquierdo.
Obsesión,
menudo diagnóstico. Obsesión es lo que tenían todos los que había esquivado por
el camino. Obsesión por comprar, por aglomerarse, por gastar.
Lo suyo era
supervivencia pura.
Ahora que
había sobrevivido a otra sesión de carrera por el centro en diciembre, tocaba una
ducha que le devolviera a la realidad.