viernes, 23 de septiembre de 2016

LA SUEGRA DEL HOMBRE DE CELOFÁN

LA SUEGRA DEL HOMBRE DE CELOFÁN.

Ya sabéis que durante muchos años creía ser transparente para todo el mundo. Esta situación había cambiado desde hacía unos años, desde que encontré a mi pareja más estable. Sinceramente, por un momento creí que me había curado definitivamente de ello. Pero, cuando menos lo esperaba, volví a tener una experiencia transparente.
 Ya llevábamos viviendo juntos unos años y teníamos un hijo pequeño. Como mi pareja era de una pequeña capital de provincia, de vez en cuando íbamos a ver a su familia. He aquí dónde volvía a comenzar mi patología, la celofanidad.
 Cada vez que paseábamos por el centro de la pequeña ciudad junto con sus familiares, especialmente su madre, encontrábamos a cada paso antiguos conocidos de la familia. A todos ellos la madre de mi pareja les recordaba a su hija, así como presentaba a nuestro hijo, pero yo era un ente inexistente. Me sentía como si fuera parte del carrito del niño, el motor, para ser exactos.
 Lo más sorprendente es que los interlocutores que nos encontrábamos a cada diez pasos más o menos, tampoco parecían verme. Sorprendente. Yo que creía estar ya curado definitivamente, volvía a tener inquietantes síntomas de ser transparente.
 Como bien sabéis, siempre me ha gustado poner mi celofanidad a prueba. Por ello decidí una vez más hacer experimentos. Al día siguiente empecé a bailar levemente como si estuviera escuchando música en unos cascos imaginarios cada vez que la abuela materna de mi retoño se empeñaba en mostrar que yo no existía. El resultado, nadie me miraba a excepción de mi pareja que lo hacía con cara de pensar que se me había ido la cabeza definitivamente.
 También probé a ponerme delante del cochecito, pero me desplazaban sin muchos miramientos para ver a mi hijo sin hacerme salir de mis dudas.
 A los pocos días, cuando nos levantábamos por la mañana, mi pareja me dijo con aire distraído en la mirada:
-          A ver si dejas de hacer el gilipollas que todos le dicen a mi madre que si mi pareja está mal de la cabeza.
Solté dos suspiros de alivio. El primero porque no había recaído en la patología, el segundo por poder dejar de hacer el imbécil.
 No es que no me vieran, es que preferirían que no estuviese, pero eso no lo decidían ellos.