lunes, 13 de noviembre de 2017

El drama de creer sin ser. (El hombre de celofán)

 El principal problema con el que te encuentras cuando piensas que eres transparente, es que a veces, los demás te están viendo y tú haciendo el lelo en formato continuado. Esta es la experiencia que os voy a contar hoy.
 Tenía yo como unos 19 años. Creciendo en el Madrid de la movida, nos pasábamos las noches de concierto en concierto y de fiesta en fiesta. Fueron años convulsos, con muchos movimientos culturales y otros impregnados de una culturalidad que les venía sobrevenida y para la que no estaban preparados.
Me encontraba yo en un concierto de aquellos que se organizaban en el Paseo de Camoens, antes de la construcción de Rockodromo de Madrid. Eran auténticas locuras de gente de las más diversas tribus urbanas mezcladas sin orden alguno, en las que el consumo de todo tipo de sustancias y alcoholes marcaban el ritmo de la noche y, casi siempre, el devenir de diferentes peleas entre grupos rivales. La organización de estos conciertos nunca tenía muy en cuenta los posibles conflictos que pudieran generarse entre los diferentes tipos de seguidores que podrían entremezclarse en conciertos dónde rockers, haevys e incluso punks se juntaban con apenas una docena de policías para controlarlos a todos. Como era gratuito (extraño concepto este de la cultura gratuita), nadie parecía querer destinar muchos recursos a su control, convirtiendo las noches del parque del oeste en auténticas batallas campales alimentadas por el exceso de todo tipo de sustancias.
Como decía, me encontraba en un concierto, no recuerdo bien el grupo, no os engañaré, y como la inmensa mayoría de la gente de mi generación, apenas tenía dinero para un litro de cerveza y el billete de vuelta del metro. Había ido con unos compañeros de clase, pero para no perder las buenas costumbres, me había perdido, no sé si ello fue por despiste mío o por dejadez suya, el resultado era el mismo. En lo de encontrarles de nuevo en medio de una jauría de gente saltando me hallaba yo cuando, tras haberme pisado en repetidas ocasiones un grupo de saltarines y saltarinas que se pasaban compulsivamente litros de cerveza y canutos de todos los tamaños y olores posibles, decidí probar suerte con el grupo que tanto me estaba dañando los pies e insertarme entre medias de ellos, reconozco que con el fin totalmente innoble de gorronearles tanto los estupefacientes como el alcohol. Evidentemente, si no me veían como para pisarme hasta el punto de sentir los pies doloridos dentro de mis viejas deportivas, nada me hacía pensar que notaran mi presencia acoplada a su gran grupo. A mi favor, además tenía que, en el estado semi comatoso en que se hallaban la mayoría de ellos, ya no distinguirían si se trataba de una mano amiga la que se les asomaba cogiendo la botella o el canuto. Todo eran ventajas en mi pensamiento.
 EL caso es que, durante un largo periodo de tiempo, así fue. Me puse tras uno de ellos y pasé mi brazo alargando la mano con el fin de coger una botella de cerveza que sujetaba y este, al notar la presión sobre el frío vidrio, no se planteó que pudiera ser alguien ajeno a su grupo. Tras repetir la acción varias veces, incluso con diferentes miembros, me sentía pletórico de éxito y, porque no decirlo, un tanto ebrio de ingesta alcohólica. En ese momento comencé un nuevo reto, poner mi mano entre dos de ellos cunado se pasaban un canuto. Mi éxito era completo, esta situación también colaba.
No alcanzo a saber cuánto tiempo duró esta situación, es lo que tiene el caos, que no es limitable, pero sí sé a ciencia cierta qué pasadas al menos ocho canciones, decidí, henchido de mi sensación de triunfo, dar un paso más y acercarme a una de las tres chicas que formaban parte de aquel numeroso grupo. Craso error. Los primeros minutos creí poder seguir con todo lo anterior e intentar ligar con ella. No es que estuviera muy serena la criatura, yo menos aún, con lo que la percepción de la realidad era bastante distorsionada. Hablamos a voces durante un par de temas y sentí como poco a poco me hacía visible para ella. En mi embriaguez semi controlada, tenía esa absurda sensación de creer en el triunfo más grande jamás contado.
Pero aquella criatura, tenía humano (otra vez un hermano), y peor aún, novio. Este estaba en estado lamentable, pero recuperó por un instante la cordura y me vio cerca de su chica.
El resultado, imaginable. Empujones, carreras…
Jamás pensé que pudiera correr tanto cuesta arriba. Tardé menos de cinco minutos en alcanzar la boca del metro de Argüelles, estando a punto, seguro, de fulminar el récord de los mil metros cuesta arriba. Los escuchaba tras de mí, como si no tuvieran más objetivo en la vida que perseguirme. A pesar de ir zigzagueando para intentar recobrar mi estado habitual de celofanidad, no lo conseguía, quizás por las sustancias, por la torpeza…
Cuando por fin alcancé la boca del metro salté el torno sin pensar en lo que hacía y que tenía dinero para el billete, pero no cordura para acometer la parada a sacarlo sin jugarme la vida con mis perseguidores. Lo malo es que, maldita la suerte cuando se empeña en putearte, al final del vestíbulo un guardia de seguridad de los recién implantados en el suburbano de la ciudad me esperaba anhelante, como el tigre que ve venir a su presa.
Escapé de los que me habían provisto de todo tipo de placeres mundanos antes que me convirtieran en picadillo de celofán, pero no de la multa por colarme en el metro, ni de la bronca de mis progenitores por tener que pagarla, ni de los dos meses de reclusión semi forzosa en casa hasta compensar el importe de la sanción a mis padres.

Sinceramente, tardé mucho en volver a un concierto, para que negarlo.