El principal problema con el que te encuentras
cuando piensas que eres transparente, es que a veces, los demás te están viendo
y tú haciendo el lelo en formato continuado. Esta es la experiencia que os voy
a contar hoy.
Tenía yo como unos 19 años. Creciendo en el
Madrid de la movida, nos pasábamos las noches de concierto en concierto y de
fiesta en fiesta. Fueron años convulsos, con muchos movimientos culturales y
otros impregnados de una culturalidad que les venía sobrevenida y para la que
no estaban preparados.
Me encontraba yo en un concierto
de aquellos que se organizaban en el Paseo de Camoens, antes de la construcción
de Rockodromo de Madrid. Eran auténticas locuras de gente de las más diversas
tribus urbanas mezcladas sin orden alguno, en las que el consumo de todo tipo
de sustancias y alcoholes marcaban el ritmo de la noche y, casi siempre, el
devenir de diferentes peleas entre grupos rivales. La organización de estos
conciertos nunca tenía muy en cuenta los posibles conflictos que pudieran generarse
entre los diferentes tipos de seguidores que podrían entremezclarse en
conciertos dónde rockers, haevys e incluso punks se juntaban con apenas una
docena de policías para controlarlos a todos. Como era gratuito (extraño
concepto este de la cultura gratuita), nadie parecía querer destinar muchos
recursos a su control, convirtiendo las noches del parque del oeste en
auténticas batallas campales alimentadas por el exceso de todo tipo de
sustancias.
Como decía, me encontraba en un
concierto, no recuerdo bien el grupo, no os engañaré, y como la inmensa mayoría
de la gente de mi generación, apenas tenía dinero para un litro de cerveza y el
billete de vuelta del metro. Había ido con unos compañeros de clase, pero para
no perder las buenas costumbres, me había perdido, no sé si ello fue por
despiste mío o por dejadez suya, el resultado era el mismo. En lo de
encontrarles de nuevo en medio de una jauría de gente saltando me hallaba yo
cuando, tras haberme pisado en repetidas ocasiones un grupo de saltarines y saltarinas
que se pasaban compulsivamente litros de cerveza y canutos de todos los tamaños
y olores posibles, decidí probar suerte con el grupo que tanto me estaba
dañando los pies e insertarme entre medias de ellos, reconozco que con el fin
totalmente innoble de gorronearles tanto los estupefacientes como el alcohol.
Evidentemente, si no me veían como para pisarme hasta el punto de sentir los
pies doloridos dentro de mis viejas deportivas, nada me hacía pensar que
notaran mi presencia acoplada a su gran grupo. A mi favor, además tenía que, en
el estado semi comatoso en que se hallaban la mayoría de ellos, ya no
distinguirían si se trataba de una mano amiga la que se les asomaba cogiendo la
botella o el canuto. Todo eran ventajas en mi pensamiento.
EL caso es que, durante un largo periodo de
tiempo, así fue. Me puse tras uno de ellos y pasé mi brazo alargando la mano
con el fin de coger una botella de cerveza que sujetaba y este, al notar la
presión sobre el frío vidrio, no se planteó que pudiera ser alguien ajeno a su
grupo. Tras repetir la acción varias veces, incluso con diferentes miembros, me
sentía pletórico de éxito y, porque no decirlo, un tanto ebrio de ingesta
alcohólica. En ese momento comencé un nuevo reto, poner mi mano entre dos de
ellos cunado se pasaban un canuto. Mi éxito era completo, esta situación
también colaba.
No alcanzo a saber cuánto tiempo
duró esta situación, es lo que tiene el caos, que no es limitable, pero sí sé a
ciencia cierta qué pasadas al menos ocho canciones, decidí, henchido de mi
sensación de triunfo, dar un paso más y acercarme a una de las tres chicas que
formaban parte de aquel numeroso grupo. Craso error. Los primeros minutos creí
poder seguir con todo lo anterior e intentar ligar con ella. No es que
estuviera muy serena la criatura, yo menos aún, con lo que la percepción de la
realidad era bastante distorsionada. Hablamos a voces durante un par de temas y
sentí como poco a poco me hacía visible para ella. En mi embriaguez semi
controlada, tenía esa absurda sensación de creer en el triunfo más grande jamás
contado.
Pero aquella criatura, tenía
humano (otra vez un hermano), y peor aún, novio. Este estaba en estado
lamentable, pero recuperó por un instante la cordura y me vio cerca de su
chica.
El resultado, imaginable. Empujones,
carreras…
Jamás pensé que pudiera correr
tanto cuesta arriba. Tardé menos de cinco minutos en alcanzar la boca del metro
de Argüelles, estando a punto, seguro, de fulminar el récord de los mil metros
cuesta arriba. Los escuchaba tras de mí, como si no tuvieran más objetivo en la
vida que perseguirme. A pesar de ir zigzagueando para intentar recobrar mi
estado habitual de celofanidad, no lo conseguía, quizás por las sustancias, por
la torpeza…
Cuando por fin alcancé la boca
del metro salté el torno sin pensar en lo que hacía y que tenía dinero para el
billete, pero no cordura para acometer la parada a sacarlo sin jugarme la vida
con mis perseguidores. Lo malo es que, maldita la suerte cuando se empeña en
putearte, al final del vestíbulo un guardia de seguridad de los recién
implantados en el suburbano de la ciudad me esperaba anhelante, como el tigre
que ve venir a su presa.
Escapé de los que me habían
provisto de todo tipo de placeres mundanos antes que me convirtieran en
picadillo de celofán, pero no de la multa por colarme en el metro, ni de la
bronca de mis progenitores por tener que pagarla, ni de los dos meses de
reclusión semi forzosa en casa hasta compensar el importe de la sanción a mis
padres.
Sinceramente, tardé mucho en
volver a un concierto, para que negarlo.