domingo, 23 de mayo de 2021

Nunca nos traicionan las apariencias.

 

Nunca se había sentido tan abandonado como esa tarde. Vagaba sin rumbo por la calle, observando todo con la distancia prudencial que consideraba su propia zona de confort con respecto a los demás. No era miedo, solo distancia para sentirse cómodo. Tenía la impresión de que todo a su alrededor desprendía un olor peculiar, como a almizcle mezclado con tierra mojada y algo de sudor reseco. Difícil de definir y aún más difícil de procesar. Sentía esa absurda presión en el cuello, como si algo invisible le apretara.

 Buscaba en los ojos de los demás algún gesto de comprensión, algún gesto de empatía. Pero con nulo resultado. Para muchos era invisible, para otros, los menos por suerte, un apestado del que separarse convenientemente, pero sin que se les notara el miedo, ni cerca ni lejos, ni corriendo ni andando… también bastante indefinible.

Le costaba encontrar su propio espacio en la acera. A veces tenía que dar pequeños saltitos para salirse de la trayectoria del resto de viandantes. A veces esos pequeños pasos laterales le obligaban a meterse en charcos de los que, por mucho cuidado que pusiera, siempre salía con sensación de humedad desagradable.

Empezaba a tener demasiada hambre. Podía sentir sus tripas moviéndose y sonando por el enorme vacío que contenían. Sabía dónde conseguir comida, pero no le apetecía ir a aquel lugar. Prefería no acercarse a otros como él. Prefería la soledad de caminar libremente por las calles y si se acercaba a por comida, corría el riesgo de que trataran de convencerle para quedarse. Eso no, eso nunca.

Desde muy pequeño había sentido como le dejaban una y otra vez a su suerte. Primero sus padres, no podían mantener a los seis hermanos que eran y dejaron que se lo llevaran con otra familia. Pero aquella segunda opción también se había cansado de él, de su mal humor en algunos casos, de su dejadez en muchas cosas y de su agresividad en otras. Un día decidió que ya no eran un buen hogar y se fue. Se había arrepentido muchas veces. Incluso había estado tentado de volver en ocasiones. También creía haberles visto buscar a aquellos que había llamado familia, como si quisieran encontrarle. Pero no volvería, no quería decepcionarles más. Ya hacía casi un año de su fuga y estaba hecho a la calle, aunque en ocasiones como la de hoy se sintiera abandonado en lugar de libre.

 Sus pasos mientras pensaba en todo ello le habían llevado irremediablemente al lugar que su estómago buscaba. Ese callejón medio a oscuras dónde encontrar comida entre los cubos de basura en la trasera del restaurante. Se acercó con mucho cuidado, tratando de no ser visto por los demás como él que estaban allí, esperando que el cocinero saliera con los restos y con algunos platos de carne que repartir entre ellos. Siempre lo hacía y siempre con cariño.

Se sentó en el escalón esperando mientras calculaba si habría para todos los que intuía a su alrededor. Eran demasiados, quizá era un buen momento para irse antes de que se montara alguna trifulca por la escasez de comida y los demasiados comensales.

La sombra que se alargaba tras de él le resulto familiar. Volvió la cabeza y allí estaba ella, más mayor, menos niña, pero ella sin duda alguna. Se agachó para acercarse a él y a la distancia de un beso, le susurró casi al oído, - Vamos Emir, vuelve conmigo a casa.

 Su expresión era de alegría por haberle encontrado. ¿Habría conseguido ella que le perdonaran por morder la ropa de su padre? ¿y por destrozar el sofá a mordiscos cuando le dejaban solo?

No intentó ponerle la correa, solo le agarró del collar y le apretujó en un abrazo cálido y tierno.

-          Necesitas un baño calentito y una cena rica. ¿Sabes? Casi me muero de la pena cuando te fugaste. Nunca pensé que pudiera llorar tanto por un perro. Mi padre hace meses que ya no te buscaba, te daba totalmente por perdido. Pero yo no. Yo nunca podría. Eres mí perrito. Un poco capullo, pero mi perrito.

Emir levantó la cabeza con orgullo y siguió caminando a su lado, sin separar su oreja derecha de la pierna de María. Si alguna vez había dudado del amor de esa niña, prometía no volver a hacerlo.

Se sintió orgulloso de su familia. Su familia. Como resonaban las palabras de ella en sus oídos. Hasta el hambre había pasado a un segundo plano.

María se volvió a parar para achucharle, a pesar del olor que desprendía y al oído, muy quedo, le dijo un “te quiero” que casi hizo llorar al perro tanto como lloraba de felicidad la dueña.

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